Dulce mirada de la vida
Eran las seis de la mañana de ese día triste día gris del invierno más cálido en París, cuando mi hija de cuatro años arañaba mi falda exigiendo mi atención, para llevarla al colegio.
De vuelta a casa, hoy me detengo en mi jardín, triste, intuyendo que en su día había lucido un aspecto jovial y alegre, y que en sus hojas únicamente ahogadas por el viejo tractor de mi marido se adivinaba el haber iniciado la marcha.
Rápidamente entré en casa, y una nota tirada en la esquina de ese sofá mugriento y roto que aún conservaba las maderas descolocadas y caducas por el roce diario de la vida, me alertaban en sus letras:
“Me voy de casa, no aguanto más”. El dinero que había en la cuenta me lo he llevado.
Enfurecida, comprendí que ya no tenía sentido el silencio, roto de un suspiro.
¿Y ahora qué? ¿De qué voy a vivir? ¿Qué voy a hacer?
Enfilada a mi jardín, decidí renacer aquellos brotes que gritaban la injusticia y que al cabo de unos meses eran la envidia de unos vecinos que jamás me dirigieron la palabra.
¡Nos vendes rosales, violetas, jazmines¡
¿Por qué no? Contesté.
Hoy en día tengo una floristería, y mi hija es la mejor flor que he cultivado.
“María”
María José Moreno Serna