No quiero
Su hematoma flaqueaba. Aquel puño retrocedió, tal vez acobardado por la mirada que ella ahora profería –las miradas son como las voces: también se profieren, también se aúllan-. El dueño de aquel puño dio la espalda a su vergüenza. Ambos –puño y amo- huyeron ante la dignidad, que optaba por escoltar a quien ahora partía volviendo al hogar hecho zulo, saliendo de éste y regresando al banquete de bodas –donde las circunstancias le forzaron a no ver lo que cualquiera veía-; y del ágape al templo, a intercambiar una mirada –o proferirla- con el Dios atrapado en la cruz, una cruz de la que ahora, domados tiempo y espacio, ella desciende.
Amalia R.