Arder en silencio

Me envolviste, en un suave abrazo. Tu calidez me apaciguaba, pero aún sentía las heridas del ayer…

Me pregunté cómo tu calor podía protegerme y quemarme a la vez. Por milésima vez me convencí de que el fuego sólo ardía en mi cabeza, porque tú no eras así.

La gente me repetía que las llamas eran inofensivas; que si acaso era yo, la que echaba leña al fuego y, sin embargo, mi piel seguía escociendo.

Tú insististe en que me amabas, y yo te creí, ¿de verdad no viste mi alma incendiarse?

Pasaron meses, hasta que alguien olió el humo. Para entonces mi cuerpo no era más que cenizas.

B