La gota que colma el vaso
La observaba mientras imprimía su declaración. Fue como si hubiese descubierto que tenía la capacidad de hablar. Durante varias páginas, relató violencias infinitas con un español teñido de un acento de país del Este. Tenía una ceja partida y conservaba en un pómulo los últimos estertores de un hematoma. Sus ojos expresaban, más que tristeza, hastío. Las manos, con un temblor nervioso, apretaban con fuerza un bote de color verde.
Bebí un sorbo de café y se me ocurrió que aquella mujer era como mi taza, llena de desconchones, con el asa pegada, descolorida de tanto lavarla, pero taza, a fin de cuentas.
Me habló de un hombre que la había anulado a base de abusos, insultos, explotaciones de todo tipo. Desgraciadamente, una historia demasiado habitual. Sin embargo, consiguió mantener algo de cordura cuidando una plantita, con la que se evadía. Una noche, su carcelero se puso especialmente cruel y, en un acceso de ira, destrozó la planta. Fue la gota que colmó… la taza. Decidió, sin más, envenenarlo con un insecticida comprado en la floristería. Entonces, se dio cuenta de que, a pesar de todo, seguía siendo una mujer y se atrevió a denunciarlo.
Brandine