La dignidad abre los ojos

Tenia que ser perfecta, buena conversadora, leída, buena ama de casa, caerle bien a sus amigos y cuidarme, estar guapa.
Al principio lo conseguí. Vivía para cumplir sus objetivos volcaba mis energías en ser su reina, en que me adorara como a una diosa. Fui su trofeo de bar, su protagonista de canciones de reggaeton, su joya de bisutería.
Pero el galán dejó de ser detallista, se convirtió en un animal insaciable. Tenía alucinaciones de celos y vivía sumido en quejas que se tornaron en gritos y golpes. Para vestirme de reina me maquillaba los ojos morados, apretaba los carrillos y mordía mis palabras. Una reina debía ser sumisa y, sobre todo, no olvidar que la querían.
La voz de la juez me hizo enjugar los recuerdos. Había imaginado mil veces ese momento cuando yo contestaría triunfante. Pero me vi temblando como una hojita, siendo un manojo de confusiones y sacando una voz indefensa:“Sí señoría, me pegó”. Sonó como articulado por otra persona. De repente pensé que era una pesadilla, una invención, como decía él, de una histérica. Pero no. Le debía una vida mejor a ella, que había sufrido tanto, que había sido arañada hasta romperse. Le debía una vida mejor a mi dignidad.

Amanecer