Temednos
Temblaba como si la tierra se agitara y su cuerpo parecía un triste jardín de flores azuladas. Abrí la puerta y la encontré allí, con las pupilas absorbiendo la poca luz del rellano de la escalera. “Por favor…” , susurró.
A mi también me temblaban las manos al marcar el teléfono. No sabía qué decirle, ni a acercarme, por si se desvanecía el último vestigio. Sentí vergüenza ajena. Ella, a ratos, me miraba como si yo le hubiera bajado el Sol.
Vinieron la policía y los sanitarios. Les dije lo que sabía, nada, que la primera noticia fue al abrir la puerta y encontrarla, machacada, en estupor, con una elocuente historia escrita en su ropa rasgada. Me sentí inútil.
No pude dormir aquella noche y la siguiente se me echó encima sin poder más que arder de fiebre.
El barrio se sumió en susurros y en un lugar sin alma, como aquel, cruzábamos las miradas con el sentimiento de estar sucios.
La justicia hizo su parte, que parecía insuficiente para equilibrar la balanza.
Nosotros hicimos la nuestra: la barriada se pintó de violeta y cada palmo de calle se convirtió en un exorcismo contra la violencia, más aquella que perturbó para siempre nuestro sueño. “Temednos: jamás os daremos tregua”.
Pauline Shiah