HERENCIAS

Frota con insistencia la lápida, como si quisiera eliminar el nombre que aparece grabado en la piedra. Se le agrietan las manos de tanto sumergirlas en el agua helada, y ni así consigue zafarse de la culpabilidad que se le enreda entre los dedos. Aunque lo peor es esa obstinada letanía que le martillea la cabeza: por qué no la ayudó, por qué ocultó sus moratones bajo la pestilente costra del miedo que le dejó en herencia. Ya es demasiado tarde para buscar respuestas. O quizá no, piensa, mientras se seca las manos en el abrigo y coge en brazos a su nieta.
—A ti no te contaré cuentos —le susurra con dulzura.
Lentamente se alejan del cementerio.

Vellorita