El rastro

El torturador se doctoró con las mayores insignias. Concluido el discurso de agradecimiento, caminó a lo largo de la púrpura alfombra de la academia. A su paso, flanqueado a derecha e izquierda por jueces, estadistas, policías y militares de alto rango, a quienes había hecho leales trabajos, estrechó manos, recibió abrazos y encomios.
De pie, en el umbral del recinto una niña, vendedora callejera de ramitos de nardos, atraída por el ambiente festivo, miró compasiva y temerosa el rostro ruin y el cuerpo maltrecho del condecorado y le ofreció el último ramito.
En las manos del atormentador, las pétalos adquirieron el tono de la alfombra, y en ésta resplandeció por un instante el blanco de los nardos.

De vuelta a la calle, la pequeña vendedora se causó un corte en el meñique, lo irguió hacia la luna que goteaba una luz roja, y lloró por su padre.

Roberto Omar Román