Dueña de nada

Acabada la jornada laboral en la tienda de ultramarinos, Rosario recorría despacio las apenas tres calles que separan el negocio familiar del hogar. Llevaba mucho tiempo queriendo dar un paso importante para ella, un paso que era ya una necesidad. Este corto trayecto le sirvió para pensar a solas:

Mañana se lo diré antes de bajar a la tienda. Sí mañana se lo diré. No, esta noche no, no quiero que se vaya cabreado a la cama. Mañana, sí mañana.

Con esta cantinela dándole vueltas en la cabeza llegó a casa, puso la lavadora, preparó la cena y esperó.

– ¿Está la cena?… bien, hoy tengo hambre.
– ¿La partida bien?- se interesó ella.
– Como siempre.

Durante la cena, Rosario se dio cuenta que estaba más callada que de costumbre e intentó disimular comentando el programa que veían en la tele.

A la mañana siguiente, ignorando el nudo del estómago, levantó la mirada del café con leche y se atrevió:

– Voy a pasarme ahora por el banco a sacar dinero, como te dije, tengo que comprarme el vestido para la boda de Julita.

– Claro, ahora vamos. Todo lo que necesites, ya lo sabes. Prepara la cartilla.

Rosario caminó despacio por el pasillo hacia la alcoba, ni siquiera tenía ganas de llorar.

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