Hombría en reparación

Su padre alardeaba de ser tan hombre, que daba golpes hasta dormido; tumbado en la cama balbuceaba incoherencias y lanzaba al aire los puños que el cansancio y la borrachera le reservaban para un sueño convulso.
Vivían en una casa de un solo piso su padre, su madre, sus dos hermanas y él, el menor, el otro hombre de la casa, como le decía su padre y para lo cual lo instruía en la práctica de asestar puñetazos. Sin embargo él, el niño, como lo llamaba su madre, no disfrutaba al fingir una rabia que no sentía.
Pero a pesar de que él, el cobarde, como lo conocían en el colegio, aún ignoraba muchas cosas de la vida, sabía bien que las peleas dejan marcas que la piel y el corazón guardan para siempre; como también sabía, aunque no lo comprendía del todo, que las lágrimas que su madre ocultaba en las mañanas, eran consecuencia de los forcejeos que escuchaba durante las noches.
Por eso fue que él, el joven, como le decían ahora su demás familiares, al ver el rostro herido y avergonzado de su madre, en medio de las risas y la aparente normalidad de su cumpleaños número once, retorció la cabeza del muñeco que le acababan de regalar, hasta que, sin querer, la desprendió del cuerpo.

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